Cedro

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lunes, 29 de mayo de 2017

El regalo de los insultos

Un gran Maestro de la lucha, decidió que ya era mayor, y había llegado el momento de enseñar el arte de la paz a los jóvenes.

A pesar de su edad, su fama le precedía, y se afirmaba que su serenidad desconcertaba al adversario, siendo aún capaz de derrotar a cualquiera en el combate.

Cierto día, un joven guerrero, conocido por su total falta de escrúpulos, y famoso por utilizar toda clase de artimañas, ya que siempre provocaba a sus adversarios en espera de que hiciera el primer movimiento fallido, y dotado de una gran astucia para captar los errores, contraatacaba a una velocidad fulminante.

El joven e impaciente guerrero, jamás había perdido una lucha; y conociendo la reputación del Maestro, fue a donde se encontraba para derrotarlo y aumentar así su fama.

Ante el Maestro, comenzó a: insultarle, escupirle, y arrojarle piedras; esquivándolo el Maestro sin grandes esfuerzos. Luego le gritó todos los insultos conocidos, ofendiendo incluso a sus antepasados. Durante horas hizo lo imposible para provocar la ira del Maestro, pero éste permaneció sereno e impasible. Al final de la tarde, sintiéndose ya exhausto por los esfuerzos y la tensión, el impulsivo guerrero se retiró.

Decepcionados los discípulos, por el hecho de que el Maestro aceptara todos los insultos y provocaciones, le preguntaron:

―Maestro, ¿cómo ha podido soportar tanta indignidad? ¿Por qué no usó su espada, aun sabiendo que podía perder la lucha, en vez de mostrarse cobarde ante todos nosotros?

―Si alguien se acerca a ti con un regalo, y tú no lo aceptas, ¿a quién pertenece el regalo? ―Preguntó el Maestro.

―A quien intentó entregarlo. ―Respondió uno de los discípulos.

―Pues lo mismo ocurre con el odio, la ira, y los insultos, ―dijo el Maestro―. Cuando no son aceptados, continúan perteneciendo a quien los llevaba en el corazón.


Moraleja: El insulto deshonra a quien lo infiere, no a quien lo recibe (Diógenes de Sínope, filósofo griego, 412-323 a. C.).


domingo, 14 de mayo de 2017

Chivo expiatorio

Cuenta una leyenda, datada en la Edad Media, que un hombre virtuoso, fue injustamente acusado de haber asesinado a una mujer.

Aunque en realidad, el verdadero autor de la muerte, fue un poderoso, que pertenecía a la regia corte del país; que desde el primer momento, buscó un chivo expiatorio, que cargara con la culpa, para encubrir el asesinato.

El acusado fue llevado a juicio, con la convicción de que todo sería una farsa representación, y el terrible veredicto en su contra, no le daría jamás, la oportunidad de librarse de la horca.

El prevaricador juez, en connivencia con el poderoso, cuidó de que todo el proceso pareciera lo más justo posible, y para ello dijo al acusado:

Tu fama de hombre bueno y temeroso de Dios, te precede; así que vamos a dejar en las manos de Él, tu destino. Escribiré en dos papeles: culpable e inocente, y tu mismo escogerás uno de ellos, siendo la voluntad de Dios, la que te guíe.

El juez corrupto, escribió en los dos papeles, la palabra “culpable” y los dobló dando a escoger al hombre uno de ellos, que en ese mismo instante se percató de la trampa; y cogiendo aire, dejó pasar un leve tiempo, para luego con un ligero movimiento, coger uno de los papeles, llevárselo a la boca y tragarlo rápidamente.

Sorprendido el juez y todos los presentes, reprocharon al acusado lo que había hecho:

¿Cómo vamos a saber ahora lo que ponía el papel?

Muy sencillo, ―dijo el hombre―. Basta con leer el papel que queda, para saber qué ponía el que escogí.

Y el juez, airado y con malos humos, tuvo que dejar libre al acusado.


Moraleja: de juez prevaricador, nos libre el Señor.


lunes, 8 de mayo de 2017

La dignidad

En el primer día de clase, el profesor de: Introducción al Derecho, entró en el aula y se dirigió a un estudiante sentado en la primera fila:

¿Cuál es su nombre?

Me llamo: Nelson, Señor. ―Respondió él.

¡Fuera de mi clase y no vuelva nunca más! ―Gritó el catedrático de modo muy áspero.

El estudiante, desconcertado, se levantó, recogió sus apuntes y salió de la clase. Todos los demás, estaban asustados e indignados, pero por temor a represalias, nadie dijo nada.

¡Muy bien! Vamos a comenzar. ―Exclamó el profesor para seguidamente preguntar:

¿Para qué sirven las leyes?

Los estudiantes seguían intimidados por el agravio, pero poco a poco empezaron a responder a la pregunta:

Para tener orden en la sociedad. ―Respondió un alumno.

¡No! ―Dijo el catedrático.

Para cumplirlas. ―Afirmó otro.

¡No! ―Negó tajantemente.

Para que las personas paguen por sus malas acciones. ―Dijo un tercero.

¡No! ―Insistió el profesor.

Para impartir justicia. ―Dijo una joven con voz tímida.

Muy bien, y, ¿qué es la justicia? ―Volvió a preguntar.

Los alumnos comenzaron a sentirse molestos con la actitud vil y déspota del docente. Sin embargo, continuaron respondiendo:

Es salvaguardar los derechos humanos. ―Respondieron.

Bien, ¿qué más? ―Preguntó el catedrático.

Es diferenciar el bien del mal, recompensando a quienes practican el bien, y castigando a los que hacen el mal. ―Manifestaron.

El profesor, en un tono más distendido dijo:

Bueno, no está mal, pero respondan a esta pregunta:

¿Actué correctamente expulsando a Nelson del aula?

Todos los alumnos guardaron silencio, por temor, y nadie respondió. Pero el docente insistió, que quería una respuesta unánime y sincera.

¡Noooo! ―Contestaron todos a la vez.

Se puede decir: ¿que he cometido una injusticia? ―Preguntó el catedrático.

¡Sí! ―Respondieron ellos.

Y ¿por qué nadie hizo nada al respecto? ¿Para qué queremos leyes y normas, si no tenemos la voluntad necesaria de ponerlas en práctica? ―Preguntó el profesor―. Cada uno de ustedes, tiene la obligación de protestar cuando sean testigo de una injusticia. ¡No vuelvan a permanecer en silencio ante un abuso! Vayan a buscar a Nelson. Después de todo, él es el maestro, yo tan solo soy un estudiante de otro curso anterior.

Y recuerden que cuando no se defienden los derechos, se pierde la dignidad, y en cuestión de dignidad, no cabe negociación.


Moraleja: La dignidad es lo primero que tratan de quitarte, pero es lo último que se debe perder (Anónimo).